Con el tiempo que pasé odiando partes de mi cuerpo, hubiera podido aprender otro idioma.

Con el tiempo que pasé odiando partes de mi cuerpo, hubiera podido aprender otro idioma.  Quizá chino. Aunque hubiera bastado un buen nivel de inglés.


Con todas las fotos que deseché en viajes por no verme bonita, tendría un álbum fabuloso, en lugares increíbles. Visité islas paradisíacas, capitales bulliciosas, salté el charco, escuché otros idiomas, conocí gente, amplié mis horizontes. Pero la foto en la que salía fatal seguía importando lo suficiente como para hacerme sentir triste.


Con todos los vestidos (cortos, de tirantes, ceñidos o vaporosos), que jamás me puse por vergüenza, hubiera vestido momentos brillantes y recuerdos.
 

Con todas la energía que usé para decirme cosas feas, prohibirme placeres y castigarme mentalmente por la supuesta debilidad que supone ser humana e imperfecta, hubiera podido construir un yo cómodo que me abrazara, que me hiciera sentir limpia dentro de mi piel y que no tolerara jamás que nadie le hiciera sentir mal por aquello que no soy. Porque hay muchas cosas que no soy pero... ¿cuándo empezaron a importar más que las que sí?
 

El tiempo, qué herramienta de contraste y contradicción tan maravillosa. Porque a la vez que la piel se vuelve menos elástica, que aparecen las primeras arrugas, que se asientan las canas y la gravedad hace su trabajo, miras el espejo con una sonrisa y piensas: "Bendito cuerpo que me permite sentir tantas cosas".

Elísabet Benavent



Fotografías
© YINQ

Texto Elísabet Benavent