Recuerdo
que lo hizo de forma delicada como si se tratara de un tesoro. Pero la empleada de la caja ni lo notó. Él colocó la botella de vino como quien
coloca la verdad en las manos de la persona amada, como sabiendo que no quiere
que se rompa nada; notando quizás la posibilidad de descorchar esa botella y
crear momentos lindos y burbujeantes en Santa Catalina. La empleada de la caja, por su parte, imagino que mediada
por su cansancio de un turno de trabajo eterno, simplemente tomó la botella de vino de la
correa móvil pensando que era parte de mis artículos de compra. Cuando le clarifiqué que no, sin darle un
segundo o ni siquiera un primer pensamiento, soltó la botella en la
correa de goma, como quien suelta sus problemas un viernes a las cinco y un
minuto de la tarde. De sopetón. Mientras lo hacía,
hice una mueca de desaprobación desde mis adentros que luego se convirtió en
sonrisa al entenderlo. Me convencí: “Ella
tiene que haber colocado miles de botellas sobre esta correa antes de este momento. Ella sabe la ciencia, la magia.”
Pero él
no. Él se quedó con su propia reacción
de incredulidad lo cual me hizo pasar de una sonrisa a una carcajada intensa
pero interna. Pensé en la palabra “prioridades”. La mía era simplemente pagar por mi
compra. La de la empleada era que se hicieran
las cinco y uno de la tarde. La de él
proteger su botella de vino tinto.
Entonces
pasó que, con todo y la botella de vino que no se rompió, fui feliz por que fui parte del
mundo. Un mundo fuera de mí que aguarda
por mis ojos y mis palabras.
Texto y Fotos de YINQ ©