Pensé que al abrir la caja lo encontraría todo. Lo que encontré en realidad fueron souvenirs de los souvenirs: tickets de tren, boletos de embarque JFK-MAD, SJU-BOS, BOS-LIS, recibos de compras de lugares turísticos. A casi todos se les había borrado la tinta. La imagen de no ver palabras o números escritos en ellos me chocó tanto. Tanto como cuando de niño juegas voleibol en la clase de educación física y de repente la bola te golpea la cara sin pretensiones (por la fuerza del tiro de tu oponente) y sientes que tu nariz está completamente fracturada. Para luego, con un repaso breve con las manos, confirmar que no es así, que sólo fue la sensación chocante y no tanto la realidad… Sí. La sensación de no ver casi nada escrito en los recibos fue tan fuerte que asemejó también a cuando caminas confiado hacia un espacio sin darte cuenta de que hay un sliding door con un cristal súper extremadamente limpio. Y terminas rebotando al darte tremendo guatapanazo con el cristal invisible.
Fue algo parecido a preguntarme: ¿A dónde va la vida? ¿A dónde van todos estos viajes de tren? Todos estos apuros por no perder un vuelo con destino a San Juan, por ejemplo, ¿a dónde van?
En fin, que Lisboa desaparecía, San Juan se borraba, Boston se hacía añicos. Sí. Y un suspiro luego se reveló la verdad: Que Lisboa desaparecía de los recibos, pero no así la memoria de sus calles. Que San Juan se borraba del boleto de embarque, pero no así su vehemencia en mi remembranza. Que Boston se hacía añicos, pero no así la sensación de su inmensidad en mí.
Y así fue. Lo descubrí una vez más: para amar a la vida lo que necesitamos no es guardarla, es sentirla.