30 de agosto de 2015
Quisiera, mamá, atender este asunto desde lo privado y lo incompleto. Pero no se me da. Es que la historia de mi vida no me lo permite. Me
creo, me construyo, a través del intercambio sin fin con este mundo
público y completo que hemos creado. A mi izquierda, mamá, una escena
típica de la vieja ciudad de San Juan: casitas de diversos colores
pasteles, una tras otra. Frente a mí, palomas negras y pacientes.
Calladas. Preocupadas por sus propios cuerpos. Ante ellas están la
estatuitas esas de los gatos, como tú dices. Por que todos ven asientos
en forma de gatos, mamá, pero tú ves unas estatuitas adornadas de un
despliegue de hojas de verano. A mi derecha, una
pareja confesándose amor no sé si eterno pero sí amor. Y, finalmente,
dentro de mí, pues dentro de mí preguntas. Acerca de ti, acerca de mí,
acerca del mundo y la ley de gravedad. Y es que, mamá, fuiste tú y solo
tú quien realmente me despertó a la vida. Por eso es que te escucho.
Te escucho, mamá, en el aletear de las palomas. Por eso es que te veo en
el libro de Eduardo Lalo que acabo de comprar en La Tertulia. Por eso es
que te siento en el arte de prestar atención a un hombre que deambula
en la plaza. Y es que, mamá, cuando digo que quiero ser como tú, lo digo
con la verdad más verdadera de mi vida.
Quisiera dártelo todo, mamá. Por ejemplo, encapsularte lo que siento
cuando el chico que me gusta me regala palabras de amor. Quisiera,
igual, encapsularte estas palmeras, mamá, que bordean a San Juan, la sensación de mirar a un árbol y preguntarme sobre el origen de sus hojas, la sensación de ir a la playa y curiosar acerca
del origen de los caracoles también. Dártelo todo mamá. Sin límites.
Gracias por enseñarme a volar sin olvidar que la Tierra es el mejor puerto de aterrizaje.
Te Amo Siempre.
Y. Isabel ©