Le vi llegar silencioso, tal como los gatos. Casi fue un deslizarse a través del espacio breve que hacía la puerta entreabierta del café, la que se mantenía fuera de su estado de reposo gracias a la mano de la persona frente a él.
Tenía puestas unas gafas de borde circular, una t-shirt polo blanca, y unos pantalones desgastados y despreocupados. “Es mi padre”, me dije casi sin aliento.
Yo estaba a punto de irme de la mesa de la esquina, cerrando el libro de Ruiz Zafón con una felicidad lustrosa. Pero al verlo llegar, bueno, más bien su celaje, resolví quedarme y dejar que el momento me hablara de mi futuro habitado de pasados.
Mi padre recibió el apellido de una enfermedad crónica tardíamente. Cuando ya era un hombre de familia, con canciones favoritas, recuerdos de niñez, y decisiones con miras a todo lo mejor. Por eso, cada vez que veo a un hombre parecido a lo que fue en su juventud, simplemente me detengo a darle honor. Tal como hago ahora, mientras escribo y miro con el rabo del ojo izquierdo la figura de su presencia en un extraño.
Me pregunto en qué pensaría mi padre en aquella juventud en la que yo era sólo un sueño. ¿Qué música no podía sacar de su mente? ¿Qué aromas apreciaba? ¿Cuáles palabras eran sus favoritas? Hay veces en que me miro curiosa antes de hablarle cuando nos sentamos a la mesa a desayunar. Luego le miro llena de los reflejos de esas preguntas que cargo desde que le supe enfermo. Pero termino por no preguntarle.
El pasado es una patria y hay veces en que uno simplemente no quiere regresar a él. ¿Quién soy yo como para remover las galerías de sus museos si ya todo está tan bien colocado? “Me muerdo la voz” y termino por no preguntar y con ello me revelo en una forma de amar: la templanza.
Te amo papá.
Con cada palabra y cada pregunta no dicha.
Eres un continente increíble.
—Cartas sobre mi padre
Escrito con amor hoy, 10 de noviembre de 2022.