Mulberry Street. Pero al abrir la puerta siempre estoy yo. Con un vestido hermoso de esos de antes, de pliegues dulces en la falda, cintura ajustada —quita respiros— y hombros ampliamente descubiertos, como si fueran sus telas colgantes, en realidad, telas grecoromanas colgando de mis huesos cóncavos—convexos (depende siempre de dónde se me mire y se adjudique).
Mulberry Street. Una fotografía instantánea de luces, de clima templado. De “Hello! Hello! Please come inside for our delicious pasta rigatoni”. Y sobre mis orejas, sueños, sueños, sueños. Y bajo mis ojos, realidad, realidad, realidad.
Y ahora, ahora: Lajas. Un inicio de un verano que embiste, que ruge, que dice: “¡Buenos días, Sol! ¡Buenos días, caballos! ¡Buenos días, pájaros gigantes que no logro nombrar!”. Se borra la Mulberry Street, pero le crecen en sus limítrofes una fauna y una flora, un devastador trópico de amplitud y apertura, un devastador cielo por su grandeza que me recuerda que lo que fue era prólogo, hermoso y no, fogoso y no, pero siempre prólogo, como somos siempre que nos formamos con intención.
Y es que ayer pasó, y antes de ayer también. Mulberry Street, Bainbridge Street, Madison Street, 167th Street, el tren M, el J y el C. El A expreso, también. Nueva York es un océano que se ha invertido en construirme paredes. A veces lisas, como las de la costa en El Escambrón. A veces muy indentadas, casi como si fueran oraciones por su belleza. A veces muy toscas, rudas, texturizadas, como las de quienes vuelan por las costas de Rincón un domingo de tarde.
Y, sin embargo, Nueva York, mi Nueva York, ya es tiempo de que te haga una confesión. En lugar de paredes lo que me dejaste fueron jardines, a ellos regreso cuando necesito las gotas frescas, la sal sobre mis mejillas. Lo que me dejastes fueron puentes, siempre hacia todo lo posible. Nueva York, Nueva York, sí, Nueva York, siempre eres amor.
Yésica Isabel
9 de junio de 2024